Skytree

Nochebuena en Tokyo. Bajo la sombra del inmenso Skytree, una de las torres más altas del mundo, han instalado unas decoraciones navideñas con gran cantidad de luces de distintos colores. Música navideña. Jingle bells. Estatuas de Santa Claus y el reno. Luego, un holograma de una chica de estilo anime que da la bienvenida a los visitantes, vestida de Santa Claus. Sobre su cabeza flotan siete estrellas, simbolizando el SkyTree. “El edificio que surca las nubes hacia las estrellas”. Hay algo extraño y fascinante en la forma sincrética, naïf, en que los japoneses celebran la Navidad. En los puestos navideños se agolpan las parejas, casi todos chicos y chicas del instituto o de edad universitaria.

Y yo estoy solo. Me paseo entre las parejas, las familias, los niños. Las risas y los susurros entre los enamorados. Y, por primera vez en años, me siento solo. Las manos en los bolsillos. Camino con rapidez, como si supiera hacia dónde voy, pero, en realidad, no voy a ninguna parte. Escucho música de anime, un coro de chicas cantando. Una chica se pasea con un kimono de invierno, con pasos cortos. Atardece en la ciudad más grande del mundo. Millones de personas se pasean. Navidad en Tokyo. Me pregunto cuánta más gente está sola, como yo. Cuántos extranjeros, como yo, andan con rapidez, con la cabeza alta y las manos en los bolsillos. Hacia ninguna parte. Y cuántos japoneses hacen, también, lo mismo.

No era aquella una soledad de cuarto sórdido, medio a oscuras. Era una soledad dinámica, la soledad del caminante, del vagabundo. No había tristeza en mis andares. Solo una pérdida, esa leve nostalgia, esa búsqueda incesante de algo que no encuentro.

Fui a hacer cola en la fila para entrar en el Skytree. Miré mi nuevo móvil de segunda mano, número nuevo. Contactos, 0. Mensajes, 0. Lo único que me interesa es la cámara que tiene incorporada. Eso fue lo único que pedí, en mi japonés rudimentario, en una de esas pequeñas tiendas, hacinadas en uno de esos pasillos oscuros, con luces de neón, en Akihabara. Un móvil barato, pero con cámara buena. El japonés de mediana edad, delgado, de piel pálida, hizo una corta reverencia y se puso a rebuscar entre cientos de móviles y me enseñó una amplia gama de ellos. No entendí nada de todas sus explicaciones técnicas, en japonés. Así que decidí, por educación, hacer como si meditara lo que me había dicho. Luego, elegí uno al azar. Otra explicación más. Unas cuantas reverencias. Una sonrisa queda. Y vendido. Luego, tiré mi vieja tarjeta con todos los números de mi vida anterior por una alcantarilla (no sé por qué, pero tirar la tarjeta por una alcantarilla me dio una extraña satisfacción, más que tirarla en la basura: quizá acabará en el océano) y compré una nueva en otro pequeño local. Una de esas tarjetas para turistas aunque, en verdad, yo no era turista.

Pero me gustaba pretender volverlo a ser.

Y ahí estaba allí, ahora, en aquella cola.

Skytree

Todo empieza en un Árbol, siempre. El Árbol de la vida, el Árbol del centro del bosque, rodeado de otros grandes árboles de metal. Es irrelevante si el bosque es literal o metafórico. El laberinto de Tokyo me recuerda a los laberintos de los grandes bosques, donde uno puede perderse y empezar de nuevo. O perecer en el intento. La gente que se queja de las grandes ciudades suele decir que lo que más les molesta es “ser un número más”. Ser “anónimo”. Pero es precisamente esto lo que me gusta de las megaciudades. Uno puede ser anónimo y que, por fin, lo dejen en paz y dejen de hablar de él por sus espaldas. Es lo terrible y lo maravilloso de una ciudad así. Uno siente la soledad con más intensidad que en ningún otro sitio. Pero también la libertad.

Absorto en aquel bosque de pensamientos, llegué al final de la cola, pasé el QR por la máquina, se abrieron las puertas y, con un numeroso grupo de japoneses y turistas, me dirigí al ascensor.

El ascensor asciende a través del gigantesco tronco del Árbol, con la rapidez de una ardilla, como Odin con su caballo Sleipnir, subiendo por el Árbol del centro del universo: Yggdrasil. Siento el vértigo en el estómago. Me pregunto qué tipo de vértigo sentirán los astronautas, cuando el cohete asciende hacia la estratosfera. Una vez arriba, todos salimos del ascensor, una riada de gente que se dispersa en diferentes direcciones, hacia las grandes ventanas de observación del Árbol.

La noche cae y Tokyo se engalana con sus millones de luces, pantallas, videos y hologramas. No sé por qué, pero me pareció como si viera la ciudad como por primera vez. Pero era distinto a esa primera vez real, del turista que ve una ciudad nueva.

Me senté en el suelo, en un rincón y me puse a observar aquel mar de rascacielos, de avenidas, de coches, de vida. Como un cielo estrellado en la más profunda de las noches. Constelaciones de gente que vienen y van, imbuidos en las burbujas de sus vidas. Cada una de esas burbujas es una vida, una historia. ¿Cuantas vidas, cuantas historias se quedan sin contar? De más joven, solía pensar que las vidas de la mayoría de la gente son pobres, no son interesantes. Pero eso no era más que mi inflado ego. Los artistas como yo llevamos vidas poco convencionales, siempre de un lado a otro, creando, buscando anclas en nuestras obras de arte que puedan devolvernos a un mundo del que nos sentimos desplazados. Y eso nos hace sentir diferentes, especiales. Y en cierta medida es cierto. Es cierto que la gran mayoría de gente vive vidas miserables, vidas que les han dictado. Veo los cientos de miles de coches que van y vienen por Tokyo, imagino los metros y trenes llenos a rebosar. Van y vienen de trabajos que odian, mientras esperan un aumento, una promoción, que nunca llega. Y, mientras tanto, viven hacinados en apartamentos de un puñado de tatamis, donde apenas cabe una cama, donde se sientan para comer ramen del seven eleven después de 12 horas de trabajo. Pero eso solo es la superficie de estas vidas. Debajo del océano de estas vidas, hay mundos enteros, que muchos ya no tienen energía para explorar.

Mundos propios que, a la vez, todos compartimos.

Pero quizá me he dejado llevar por mi vena sentimental. Cuando veo las ciudades desde arriba, esta sensación de conexión con todos me posee. Yo creo que es un estado emocional como todos los demás. Una máscara. Una vez abajo, mis pensamientos irán por otros derroteros. Hay una tendencia a la utopía, desde la distancia, desde las alturas. Como el astronauta que mira la Tierra desde el espacio y piensa: “Oh, en realidad todos somos humanos”. Pero, una vez abajo, esos pensamientos ya no ocupan su mente. De hecho, le parece mentira que una vez pensara aquello.

Es como si proyectáramos nuestros deseos más profundos, de conexión verdadera con el prójimo, a la Ciudad misma. No es lo mismo ver el Bosque desde la distancia, un lugar que parece mágico, secreto, misterioso, repleto de leyendas, que vivir en el Bosque, un lugar peligroso, despiadado, con caminos que llevan a la perdición, con viejas brujas y calderos. Lobos, osos. Y serpientes. Pero esto no le quita legitimidad a lo que sentimos en la distancia. El bosque es ambas cosas: mágico, pero peligroso.

Pero yo en aquel tiempo necesitaba ver las cosas desde la distancia.

Siempre suelo perderme en laberintos de pensamientos. Sin ni siquiera darme cuenta, había saco mi bloc de notas y me había puesto a dibujar Tokyo al atardecer, con mis lápices de colores. Pero en el dibujo, yo estoy en un gran árbol de enormes proporciones. Todos estamos en el gran árbol, vestidos con túnicas. Nos paseamos con faroles por la plataforma de madera en la cúspide del árbol. A nuestros pies se extiende Tokyo, pero este Tokyo es distinto. Grandes árboles, la mitad de grandes que el Árbol Central donde nos encontramos, han crecido en los diferentes barrios. Cada uno de ellos lleva el símbolo del barrio, los kanji brillan en el tronco del árbol. Bajo cada uno de estos árboles, la gente vive en aldeas, sobre las ruinas de lo que una vez fue Tokyo.

Una visión post-apocalíptica?

El bloc de dibujo y los lápices. Fueron las únicas cosas que no pude dejar atrás. No me imagino una vida sin arte. Sin un lugar donde expresar los mundos que luchan por salir de mi interior. De hecho, los he rescatado del olvido. Como en un naufragio donde debes elegir solo un par de cosas de tu vida anterior para llevarte contigo (demasiado peso, y la pequeña barca de salvación se hunde), me he llevado estos objetos conmigo. Aquel sketch de Tokyo desde el Skytree fue como una llave que abrió una puerta en mí. Qué tipo de puerta y hacia donde lleva esa puerta, no tengo ni la más remota idea. Pero no recordaba la última vez que una puerta se abrió, ante mí, una puerta a lo desconocido. Cuando tu arte termina perteneciendo a los pensamientos de otro…¿Es eso realmente tu arte? ¿O una versión prostituída de ello? No me refiero solamente a la gente que trabaja para grandes proyectos como series y películas. Me refiero, incluso, a gente que vende su arte y hace todo lo posible para que a la gente le guste. Yo fui uno de estos artistas y lo he sido tanto tiempo, que ya había olvidado que unos mundos inmensos, inexplorados, existían en mí.

Y que no necesito a nadie, para expresarlos libremente. Porque, paradójicamente, cuando haces arte para otros, deja de ser tu arte. Estás expresando otra cosa. Pero no tu arte.

Tokyo. Skytree. Queda apenas media hora para que llamen a la gente para que salga de la Torre de observación.

El río Sumida, oscuro, serpentea entre las grandes constelaciones de Tokyo. Una serpiente negra, silenciosa, que siempre ha estado allí, a pesar de todo. Como mis mundos. A pesar del ruido, a pesar de aquella vida desenfrenada de aquellos años, aún se encuentran en mi interior. Como el Fuji, el Sumida, el Océano. Existen. Y saber eso me trajo una paz interior que no puedo escribir.