La Casa encantada

Lo primero que hice fue ir de peregrinación. No sé por qué, pero algo me decía que tenía que purificarme. Desnudo de mi vida anterior, aún siento la oscuridad, la sombra, la miasma de tantas vidas que he vivido, tantas vidas que no eran la mía. Estoy contaminado de vidas ajenas. Aquella perspectiva del Skytree me hizo pensar en ello, con más detenimiento que nunca. ¿Cuánta gente vive, realmente, su vida? ¿De verdad vivimos la vida que nos tocaría vivir? Casi todos sabemos la respuesta. Pero casi nadie lo dice en voz alta.

Es terrible admitir que hemos vivido vidas que no son las nuestras.

Como siempre suelo hacer en Tokyo, simplemente entré en el metro y me dejé llevar como una hoja en el viento. Me quedé sentado, observando el extraño vacío de mi interior. Siempre amenazado por miles de pensamientos agresivos, tenebrosos, aquel silencio me parecía algo aún más aterrador. Porque aún siendo emociones negativas, al menos son familiares. ¿Qué significa este silencio?

Agarré el bloc de dibujo y me puse a dibujar, de nuevo.

Me dibujé a mí mismo, en el metro. Pero el metro no era un metro, sino un dragón gigante, de color esmeralda. Sobrevuela una cadena de montañas que siempre creí era infranqueable. Solo el hombre que se atreve a montar en un dragón, puede atravesar las montañas hacia el Mundo Más Allá de las Montañas. Pero, a pesar del vacío y del silencio, aún persiste en mi interior una maraña tóxica, un veneno invisible. Como cuando una casa se queda vacía, pero aún persisten los fantasmas en su interior. Una casa encantada. Aún escucho los poltergeists, los gritos que hielan la sangre, la banshee. Golpes en las paredes. Me despierto por las noches, aterrorizado por algo que no tiene nombre, pero que acecha.

Porque cuando uno se queda vacío, atrae a infinidad de espíritus que quieren poseerte.

Necesito purificarme.
Necesito protegerme.
Necesito defenderme.

Y anclarme.

Dibujar un gran círculo en la tierra, con mi vara mágica. Y que desde ese círculo aparezca una gran muralla, majestuosa, con ocho grandes puertas que me llevan a todos los lugares que imagino. Puertas que puedo cerrar detrás de mí. El hogar, la Fortaleza a la que uno puede volver.

Vuelvo a dibujar.

Esta vez, aparece un hombre vestido con una túnica verde, en el centro de una habitación. En la habitación hay tan solo una puerta. Pero, en los estantes de la habitación, hay cientos, quizá miles, de picaportes. Cada picaporte lleva a un mundo distinto.

Una Casa multidimensional. Una casa de casas. Y una Habitación para unirlas a todas. Una casa a cuestas, como un caracol. Dibujo un caracol a un lado, sonriente, como esos dibujitos medievales, divertidos, que los monjes dibujan en los márgenes de los pergaminos.

Y es en esta habitación donde el hombre siempre vuelve, donde se purifica, donde se quita todas las máscaras, todos los ropajes de los mundos. El lugar más protegido del mundo. Esta habitación está protegida por un laberinto terrible, y por una serpiente gigante que es, en realidad, un aspecto de este hombre, de este mago.

Cuando terminé de dibujar aquello, me quedé mirándolo, con el ceño fruncido. Por los altavoces del metro, las estaciones se suceden. Cientos de personas entran y salen en el vagón, continuamente, un bosque de gente. Casi todos observan los móviles, algún que otro susurro. Pero, en general, cada uno de ellos es una isla. Cada uno está en su mundo. Cada persona es como una de esas Casas multidimensionales que acabo de dibujar. Es muy diferente al sur de Europa, donde la gente tiende a meterse en los asuntos de los demás. Para bien o para mal. En Japón, y, sobre todo, en Tokyo, la gente vive en su isla a todas horas. Y llevar una máscara pública no es nada de lo que avergonzarse. Suele ser lo más criticado a la hora de hablar de la gente de Tokyo, pero a mí eso me resulta la mejor parte de su cultura. La gente cumple su rol en la obra de teatro, sabiendo que esa máscara que llevan no es suya. Es algo que cogen prestado para trabajar, para estudiar, para tratar con extraños. Diferentes máscaras dependiendo de a quién tratan. Cuánto más cercano, la máscara es más delgada, y más transparente, y, poco a poco, puedes ir viendo destellos del verdadero rostro. Pero nunca lo verás del todo.

El verdadero rostro de uno, es para uno mismo.

Pero después de esta digresión, volví pensar en el verdadero significado de llevar la casa en uno mismo. El hogar soy yo mismo. No necesito tener una casa particular, o un lugar al que volver si la casa soy yo mismo. Entonces, lo entendí, comprendí cuál era mi designio vital. Ser capaz de tener mi hogar donde se encuentra mi cuerpo, a todas horas, sin tener que preocuparme por llevar máscaras, ni tener que esconder mi verdadero rostro. Sentirme en casa conmigo mismo. Pero, como os he dicho, esta casa, la casa que he habitado durante tantos años, aún vacía, tiene muchos espectros. Está encantada.

Y solo yo puedo hacer de exorcista de mi propia casa.