-Ya va siendo hora que invoques a tus espíritus – dijo, con voz autoritaria – Ya va siendo hora que le pongas nombres a tu mundo interior.
-¿Nombres? Mi señor… – respondí, sin atreverme a mirarlo a los ojos – Los nombres no significan nada para mí.
-No significan nada para ti, porque siempre quieres vivir en un mundo difuso, en un mundo de niebla, de bosques tenebrosos, de caminos que no llevan a ninguna parte.
-Pero…¿Cómo encontrar el nombre verdadero de las cosas?
-Los nombres dan orden y claridad al mundo. Cuando decides dar un Nombre, este se hace verdadero. Como el Significado de las cosas.
-Entonces… – levanto la mirada, ligeramente – ¿Está bien inventarse cualquier nombre, aunque sea por simple conveniencia?
El caballero se quedó en silencio, durante un buen rato. Siento su fiera mirada clavada en mí. Siento un sudor frío. Todo mi ser tiembla.
-Si está bien para ti, entonces está bien. Deja de pedir permiso a los demás, sobre cómo actuar. Tu eres el Rey de tu Mundo. Yo, solo un mensajero.
Solo un mensajero.
Ante mí, creía tener a un Rey. Pero él decía ser “solo un mensajero”. Y yo me sentía tan pequeño, tan insignificante, que aquellas palabras “Eres el rey de tu mundo” me parecieron una broma.
-Deja de desviar los ojos cuando te hablan. Y mírame.
El corazón se desboca en mi pecho. Por alguna razón, sentía un inmenso pavor. Pero sabía que no podía hacer otra cosa.
Por fin, mis ojos se alzaron hacia los suyos. Una capucha verde. En su interior, oscuridad. El corazón salta. Estoy paralizado, como una presa ante un depredador.
Se quitó la capucha.
La misma cara que la mía. Mis ojos se abren, como dos platos. Abro la boca, pero no me salen las palabras. Él no dice nada.
Sonríe.
Me levanté y me pareció que volvía a crecer. ¿O era todo lo demás, que empequeñecía? Doy unos pasos hacia el caballero de la túnica verde. Cuando me encuentro delante de él, ya tiene el mismo tamaño que yo, exactamente el mismo. Se vuelve a colocar la capucha sobre la cabeza, y el rostro vuelve a desaparecer en la oscuridad.
Me encontré sobre el caballo, envuelto en mi túnica verde, la capucha sobre mi cabeza. Está lloviendo con fuerza. Miro a mi alrededor. No hay nadie. Estoy solo, sobre la colina. Una gran extensión de prados, colinas y bosques, en todas direcciones.
¿Quién es el hombre de la túnica verde? ¿Por qué tiene mi rostro?
Después de las Cartas, me vino un deseo intenso de identificar a los espíritus, a los dioses de mi mundo. Y a la magia. Es curioso. Siempre escribía acerca de magos, de conjuros, espíritus y dioses. Pero cuando venía el momento de darles una forma, una especificidad, la historia se desmoronaba. Como dijo el caballero de la túnica verde, siempre quise vivir en un mundo difuso, en un mundo de niebla, de bosques tenebrosos, de caminos que no llevan a ninguna parte. Porque esto es lo más cómodo. Huir de la responsabilidad del Rey, del Monarca. De la responsabilidad de ordenar el mundo con los Nombres.
Me encantan los bosques, pero estoy cansado de vagar por ellos sin rumbo.
Era tan sencillo como pescar en mis historias, en mi arte, en mi imaginación. Hay dos formas de hacer esto. Dejarse llevar por el violento movimiento de los océanos de la imaginación, o, de una vez por todas, agarrar la espada de la claridad y de la luz, e iluminar los contenidos que llevan tiempo en erupción, de forma descontrolada. Llevo demasiado tiempo en erupción, en ese descontrol imaginativo que ha sido tan necesario, pero que se ha vuelto tan tóxico. Las nubes oscuras de la erupción han tapado el Sol y ha empezado a llover ceniza sobre la tierra.
Todo lo que tenía que salir ya salió. Ahora hay que ordenarlo todo. Ella, la joven de mis manantiales, de mis fuentes, de mis raíces, no entiende esa necesidad de ordenar el mundo. Todo, para ella, es dejarse llevar, rendirse, recibir. Pero ella es la que me ofrece la espada y se cumple la paradoja que solo ella es la que puede darme lo que ella misma no entiende, lo que para ella es totalmente ajeno a su Mundo. La espada, diferenciar, agujerear el velo, dar muerte, destruir, clarificar. El portador de la espada es también el portador del arpa, del laúd. La música es la templanza del guerrero. Una canción es también como una espada. Da sentido al sinsentido del caos, extrae el significado en un mundo sin él. Da expresión y ordena el mundo en una melodía, en un canto. Lo que suele perderse en un suspiro, en unos ojos tristes, nostálgicos. O en un cálido goce, en las caricias, y en las risas. La pluma del escritor, el pincel del pintor, la guitarra del músico. La varita del mago. La espada del guerrero. El báculo del rey. La Creación que da vida al mundo, la diferenciación de la consciencia desde los abismos del inconsciente.
Cabalgué durante cuarenta días y cuarenta noches, a través de todos mis mundos, todos mis universos, el caballo mágico de siete patas. Y ahora he vuelto al claro, a la espiral, al centro del mundo, en la colina primordial, hacia donde todas las Puertas conducen. Fushimi Inari una noche de invierno. Ya he atravesado todas mis Puertas, ya he colgado del Árbol de mis Mundos, boca abajo. He vuelto, de nuevo, con mis Cartas. Pero ya no soy el Mago.
Soy el hombre de la túnica verde.