El mapa
Arqueóloga de un mundo invisible.
Desde que se había mudado a la pequeña ciudad de Ori, Alys había empezado a experimentar cosas extrañas. Desde pequeña, siempre le había atraído aquella región del mundo, con sus inmensos bosques y montañas, sus milenarias leyendas. El primer recuerdo que tenía, era abrir un Atlas que su padre le había regalado y ponerse a buscar sitios que le atraían: países, regiones, fronteras. Pero, sobre todo, micro-países olvidados. Regiones escarpadas. Y bosques. Por eso, justo al cumplir los 16 años, había elegido venir a estudiar a Ori, a su Escuela de Arte. Ella, la estudiante más brillante de la escuela, podía haber elegido ir a estudiar a Lumeri, la escuela de arte más prestigiosa del mundo. Pero decidió irse a aquella pobre región escarpada, de bosques y montañas. Nadie pudo convencerla. Ni padres, ni amigos, ni profesores. Cuando quería algo, simplemente iba a por ello. Como cuando montaba en bici por aquel bosque, con su poderoso pedalear, la mirada al frente, como si siempre supiera hacia dónde iba. Siempre hay un camino. Como un vendaval, un torbellino.
Cuando llegó a Ori en aquel viejo tren de montaña, y vio aquella pequeña ciudad de casas de madera, puntiagudas, la neblina posándose en los bosques de alrededor, supo que había llegado a su hogar. Solo hace tres meses de aquello, pero parece que han pasado años – pensaba Alys, mientras pedaleaba en su bicicleta, de vuelta a la diminuta residencia de estudiantes. Justo hace 3 meses, aquel día de la mudanza, justo cuando llegaba con su maleta a cuestas, vio a un mendigo sentado a un lado de la puerta, con su cartón de vino, la piel pálida, los ojos hundidos. Cuando la vio, el mendigo se levantó y fue hacia ella, arrastrando los pies. Y de su vieja gabardina, sacó un pergamino. Las manos temblorosas.
-Mi señora – dijo, acompañado de una leve reverencia – He esperado tanto tiempo. Por fin ha venido. Esto…es para usted.
Alys se quedó boquiabierta.
-¿Mi…señora?
Pero el mendigo no decía nada más. Con las dos manos, le ofrecía aquel pergamino enrollado, como si pesara mucho. Como si quisiera deshacerse de él.
Sabía que no podía negarse. Fuera lo que fuera aquello, tenía que aceptarlo. Y no hacer más preguntas. Tengo que liberar a este hombre de este peso.
-Gracias – dijo ella. Y tomó el pergamino en sus manos, con una sonrisa – Gracias por esperar todo este tiempo.
El mendigo volvió a hacer una reverencia y se marchó de allí, arrastrando los pies, la gabardina llena de nieve.
Cuando, después del papeleo, finalmente recibió su habitación en la Residencia, se sentó ante el viejo escritorio y desenrolló el pergamino, con impaciencia.
No había nada en él, pero aún se entreveían lo que parecían los contornos de un mapa. Con los años, se había desdibujado. Arqueó las cejas. ¿Y ahora, qué hago con esto?
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