Alys

Atardece en el bosque. Una joven de pelo largo y cobrizo monta en bicicleta. Descalza, pedalea con fuerza, pero apenas hace ruido. Parece como si flotara sobre la hierba. Las oleadas de su vestido celeste. De sus cabellos. No viaja por los caminos. No le hace falta.
Cualquiera que osara espiarla entre la maleza, creería que pertenece al bosque. La encarnación de una diosa de la floresta, de la cazadora, de la joven del ciervo.

Por fin, sus ojos dorados resplandecen. Sonríen. Y detiene la bicicleta junto a un pequeño lago. Allí, en el centro del lago, se encuentra una pequeña isla boscosa. Descalza, sus pies pequeños, níveos, parecen deslizarse sobre la hierba. Se acerca al lago, con lentitud, en silencio. Como si entrara en un lugar sagrado, en un templo.

Se quita la mochila de la espalda y se sienta sobre una mullida piedra llena de musgo. No muy lejos, escucha el bramido de un ciervo. Luego, escucha cómo se aleja, hacia la profundidad del bosque. Sonríe.

-Gracias por guiarme – dice, en un susurro casi inaudible.

Al fin, de la mochila, saca un viejo mapa, hecho de pergamino, y lo desenrolla sobre sus piernas desnudas. Luego, con un pincel, pinta, con precisión, el lago con la isla. Luego, cada pequeño accidente geográfico de los alrededores: riachuelos, colinas, cuevas. Riscos, cascadas. Tiene una memoria fotográfica. Siempre recuerda los lugares por los que va, sin importar cuán rápido vaya con la bicicleta.

Cuando termina de dibujar en el mapa, deja escapar un suspiro de satisfacción, se estira y se queda observando la isla del lago con gran detenimiento. Como si, con sus ojos grandes y dorados quisiera atravesar el espeso bosque que la cubre.

Atardece en el bosque. Los rayos rojizos del Sol caen sobre la isla, la tiñen de color cobrizo. Y ese fue el momento en que decidió sacar el cuaderno de dibujo, sus pinceles, sus pinturas. Y se puso a pintar lo que habían visto esos ojos: lo que vio más allá de la espesura. Lo que realmente se esconde en la isla.

Una torre emerge de la espesura y se eleva hacia los cielos, cubierta de musgo, como si perteneciera al bosque mismo. En el interior hay un hombre extraño. La está observando con unos ojos grandes y plateados. Una mirada intensa, casi desafiante. No debería estar aquí – piensa ella, mientras dibuja. Es un lugar sagrado, con sus propias reglas y leyes. Un Reino. Ella sabe que pronto tendrá que pagar, de alguna forma, su intromisión.

Ese es el peligro de ser arqueóloga del mundo invisible.

Cuando terminó de dibujar la isla y la torre, se levantó e hizo una reverencia. Luego, escuchó el aullido de un lobo, más cercano de lo que ella desearía. Aquí termina el mundo del ciervo. Y empieza el mundo del lobo. Sintió un escalofrío. Se acerca una tormenta. Fue corriendo hacia la bicicleta y huyó despavorida de aquel lugar, el corazón bombeando con fuerza. Se puso a llover y ella se echa a reír. Si me vieran, creerían que estoy loca – piensa, sin saber que un escritor la está viendo en estos momentos.

Pero yo también tendré que pagar por mi intromisión.