Después de las lecciones de arte Alys, como cada día, cogió su bicicleta y volvió a pedalear con aquella determinación. Solitaria, pero con uno de esos talentos naturales: el arte fluye desde el interior de ella. Es una de estas personas que no crean arte. Ellas son el arte en sí. En ellas el arte se manifiesta como parte de su ser. Tan natural como sus ojos, su voz, sus manos. Así se manifiesta el arte de Alys. Por eso, un halo de misterio se había aposentado a su alrededor. Había escuchado todo tipo de rumores tras la espalda. Desde que tenía un novio que vive en el campo, hasta que hacía rituales secretos. Hay algo de bruja en esos ojos dorados, decían, entre susurros. Por supuesto, muchos chicos apreciaban esa faceta. Y algunas chicas, también. Otras le tenían celos y cuchicheaban tras ella, con comentarios venenosos.
Pero Alys siempre había estado sola. No le importaba en absoluto. Se sentía bien a solas, en sus mundos interiores. Con sus dibujos y aquellas excursiones diarias. Su corazón, ahora, latía con fuerza mientras se dirigía, de nuevo, al bosque.
Esta vez sí sabía hacia dónde se dirigía.
Estoy a punto de cometer una estupidez, pero, por alguna razón que desconozco, me da igual. Debo hacerlo.
Hay cruces de caminos invisibles en el bosque. Pero ella los ve. Hay ciertos árboles que marcan ese cruce.
Los cruces del Éter.
En su mente, los cuenta, uno a uno. Se guía por ellos. Pedalea con fuerza, entre los grandes árboles. Salta la bicicleta, sobre las gruesas raíces. Por un momento, se imagina a ella misma en un corcel blanco. En otro mundo, en un mundo paralelo. Sabe que en otro mundo, una joven parecida a ella está cabalgando por el bosque. Y la joven que cabalga, la está viendo a ella, montando en bicicleta. Quizá le sorprende su propia imaginación, un objeto, la bicicleta, desconocido en este mundo. De ahí viene la imaginación: de estas vidas paralelas.
Espejos de vidas.
Siete árboles, siete cruces.
Y, entonces, la vio. Aquel lago, aquella isla.
Y la torre verde, que ella había dibujado.
Ahora estaba allí, sólida, real.
Y ahora que ha visto la Torre, sabe que ya no puede mirar atrás. Si mira atrás, la volverá a perder de vista. Quizá para siempre. Siempre mirando de frente, se baja de la bicicleta y, con pasos largos, la joven del Ciervo se dirige a la Torre.
La Torre en el Mundo del Lobo.
Esta vez, el aullido no la asustó.
No.
Soy hija del Ciervo. Pero, también, soy hija del Dragón.