Estuve mucho tiempo sentado delante de aquel altar vacío. Llueve con fuerza. Toco la campana tres veces, doy dos palmadas y dejo que la lluvia se escurra por todo mi cuerpo, por toda mi piel. No sucede nada. Un gran charco de lluvia se acumula sobre el altar. ¿Qué estoy esperando? El altar está cobijado bajo una bonita techumbre a dos aguas. A un lado del altar, se encuentra lo que parece una lámpara de piedra. Me quedo observándola un tiempo. ¿Qué querrá decir esto? Entonces escucho, detrás de mí, un ruido de un pedaleo y el característico freno de una bicicleta contra el asfalto mojado.
Me giro.
Un hombre con un chubasquero amarillo. En la parte delatera de la bicicleta, cuelga una pequeña lamparilla con una llama azul, protegida de la lluvia por un cristal. Hace una pequeña reverencia, yo contesto con otra. Se baja de la bicicleta, la deja junto al templete del altar. Agarra la lamparilla, la abre y, con delicadeza, enciende con ella la lámpara más grande. Y todo el templete se ilumina.
Y, de pronto, una presencia. Una presencia fuerte, magnética, brota del altar.
-Buenos días – dice él.
-Buenos días.
-Se viene una terrible tormenta, amigo. Puede que un tifón.
-Oh…
-No quiero importunarte pero… ¿Tienes coche, vives cerca?
-Vine en tren y autobús.
-Oh, ya veo – saca una pequeña cajita de madera del interior de su chaqueta de cuero. De dentro, saca tres bolas de arroz. Y las deposita sobre el altar. Atiza la campana, dos palmadas. Reza, durante un tiempo. Cuando termina, da dos pasos hacia atrás, una reverencia.
Y, finalmente, se vuelve a dirigir a mí. Sonríe. Bajo la capucha del anorak, dos ojos verdes que rezuman calma.
-Nadie conoce este camino, menos los habitantes de Nofome. ¿Cómo has encontrado este sitio?
-¿Nofome? – alcé las cejas. No recordaba haber visto ese nombre en el mapa. Y tengo buena memoria para los mapas – Simplemente estuve caminando unas horas. siguiendo unas lámparas de piedra en el camino.
-¿Pasaste por unas puertas?
-Si. Pasé por siete puertas.
Se quedó en silencio, mirándome fijamente. Había un brillo extraño en sus iris verdes. Su expresión había cambiado. Ya no era una calma serena. Había algo que ardía bajo aquellos ojos, algo nuevo.
-¿Qué crees que hay, en este altar?
Yo respondí, de inmediato.
-No hay nada. Pero está todo.
Él alzó las cejas. Pareció sorprenderle la rapidez de mi respuesta. Luego, sonrió. Y se quedó en silencio, esperando que continuara.
-Siento una presencia. Algo se ha manifestado cuando has encendido la luz.
-¿Qué es este algo? ¿Puedes verlo?
-Es…
Cerré los ojos y me concentré en lo que había en el altar. Dejé que mi imaginación se encargara de todo, sin censura alguna. Primero, se manifestó un hombre pequeño, de no más de un metro de altura, sentado sobre el altar. Lleva un sombrero de paja y ropa de viaje, de colores. Sonríe. Tiene la nariz afilada, los ojos rasgados, las orejas grandes y puntiagudas. Lleva una serie de cascabeles en sus ropas. Escucho los cascabeles en el viento. Sopla el viento con fuerza. Ha dejado de llover. Luego, el altar se transforma en un pozo. El pozo en el centro de una plaza de un pueblo. Es un pozo sagrado. La gente viene a rezar al pozo. Luego, veo un gran poste en el centro de un prado inmenso y mujeres y hombres danzando, vestidos de blanco, con guirnaldas en los cabellos. En el poste está tallada la efigie del pequeño hombre. También su estatuas son visibles en las encrucijadas. Todos los mercaderes y los viajeros llevan una estatuilla suya, bendecida.
Cuando abrí los ojos, ante mí se encontraba una estatuilla de aquel hombre Una estatuilla de madera. El plato con arroz había desaparecido. La lámpara ya no ardía con el fuego azul. Y el hombre de la bicicleta ya no se encontraba a mi lado. Se había esfumado.
Sigue lloviendo con fuerza.
-¿Es esta estatuilla para mí?
Pregunté, sin esperar una respuesta. Volví a cerrar los ojos y, ante mí, volvió a aparecer aquel hombre diminuto, de ropa de colores. Tiene una sonrisa enorme, divertida, casi siniestra, con dientes afilados. Los ojos minúsculos y brillantes, casi como dos puntos.
-¿Tú qué crees? ¿Por qué me pides permiso?
-No quiero romper un tabú, o coger algo que no es mío.
-Solo tú te impones tus propios tabús.
-No te entiendo.
Se echó a reír. Se levantó del altar y, con el ímpetu de un niño pequeño, arrancó a correr hacia la colina tras el altar. A lo lejos, escuché el abrir de una puerta. El sonido de una música de flautas y violines. Y el brusco cerrarse de la puerta. Luego, un silencio, ese silencio mistérico que a veces se posa sobre el Mundo. Los pájaros, los grillos, los coches en la distancia. Las lejanas voces de algún pueblo, se callaron, a la vez.
Abrí los ojos. Ya no está la estatuilla en el altar. Y, justo con esta realización, sentí un bulto en mi bolsillo. Me llevé la mano en él.
La estatuilla estaba allí.
No entendía qué acababa de pasar. Estuve un buen rato observando la estatuilla, en mis manos. ¿Quien es ese hombre de ropaje colorido, con cascabeles, que recorre los valles y las montañas? Ha empequeñecido. Fue lo primero que me vino a la cabeza. Este espíritu, este Dios, solía tener un gran tamaño. Era jovial, con una gran barba negra. Es el guardián de los caminos y de los viajeros. Es el Mejor Amigo de los Hombres. Es un Seyr. Una antigua raza noble, una raza de poderes mágicos, una raza de palacios blancos, transparentes, de cristales. Los jardines cuelgan de los balcones, el sonido del arpa, hay una danza, una pincelada, un canto. Una historia a la vera de una gran hoguera. Unos caballeros de túnicas verdes bajan de la montaña y cargan contra la oscuridad que pudre los bosques.
El líder de ellos es este Hombre. El hombre de la estatua, ahora un bufón, un niño travieso, un daemon. Eridor. El hijo de un hombre y una diosa, concebido en secreto, en el Bosque de Bosques, a salvo de su padrastro, el rey de la Fortaleza Negra. El Dios del Desierto arrasó con todo. La Luz del Mundo que ha invadido los bosques, las colinas, las montañas y los valles, y los ha vaciado de espíritus. Éstos huyeron bajo tierra y ahora son pequeños duendes y ninfas, que bailan, corretean, crueles travesuras, maldicen y bendicen, con el simple golpe de una rama. Cuando la Luz del Dios del desierto se expandió, todas las sombras desaparecieron. Substituyó al Rey de Reyes, al Dios de Dioses, y se convirtió en el Tirano, en el Dios único, a solas en su trono de luz. Yo rehúyo de su luz intensa, de su calor abrasador. El hielo, la noche, la nieve, el sonido del cuervo. La sangre, el grito, el tambor intenso, la percusión de mi corazón. Mi religión no es la del desierto. Mi religión pertenece al bosque. Mi túnica no es blanca, mi piel no está cubierta de arena. Mi túnica es verde, mi piel cubierta de escarcha, las lágrimas de las hadas. Pero también pertenezco al Sol, a los campos de trigo, a las danzas del mediodía, a las guirnaldas, al vino, al atardecer, a las risas, al sexo. A los canales, a la mandolina, a los puertos, a las tabernas de marineros. A las reyertas y a las revueltas.
Eridor es el Dios, el espíritu, de todas estas cosas. Desterrado por un Dios ajeno a esta tierra, aún se encuentra bajo la colina, esperando que vuelvan los caballeros de la túnica verde.
Vibra todo mi ser. La piedra en mi pecho, en mi frente.
Dejó de llover y, tras el altar, se abre ahora un camino.
Arriba, en la colina, hay un hombre imponente, vestido con una túnica verde. Una gran espada en su espalda. A su lado, otro caballo, pero no hay nadie en él. Me está esperando. Me mira con una fiereza terrible. Hay algo asesino y frío en esta mirada. Pero también hay algo compasivo y amoroso. Esa contradicción me hace temblar, de pies a cabeza. Subí la colina. Y esta vez fui yo quien me sentí pequeño, diminuto y ridículo. Y escuché a aquel hombre diminuto reirse de mí, desde algún lugar del interior de una colina. Te reíste de un Dios. Ahora, vas a pagar por ello. Cuando me encontré delante del caballero, me parecía un gigante cuya cabeza era la cumbre de una montaña escarpada, mortal, majestuosa. Yo soy más pequeño que una hormiga. Un ser despreciable. Hinco mis rodillas en el suelo, la cabeza gacha.